Por Juan Miguel Cruz Suárez. Lo ajeno no se toca, recalcaba mi vieja cada día, como si aquella máxima del comportamiento honrado pudiera correr algún riesgo de debilitarse ante las tentaciones de la vida. Nada podíamos llevar a Casa que no fuera nuestro, si antes no se justificaba plenamente un hallazgo o un regalo bien habido.
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