Se lo habían prometido y sucedió: Un día caminaremos juntos por el Malecón de La Habana o por las calles de Cape Town, y como pacto de caballero lo cumplieron. Lo hablaron más de una vez en la cárcel. Cuando Lapsley atravesó el océano y cruzó continentes para llegar a esa cárcel fría y gris en California, adonde como resultado de una sentencia injusta habían condenado a Gerardo a vivir dos vidas.
El pastor anglicano, quien lleva sobre sí las marcas del terror, desde que conoció a Gerardo dijo que sería su amigo. Para Lapsley aquel hombre de humor extraordinario le recordaba a los líderes sudafricanos que pasaron décadas de su vida en prisión no por ser malas personas sino por creer en una causa humana, en la justicia, en la paz.
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