Tomado de Granma
En un lejano septiembre, de cuyo año no tengo el menor reparo en acordarme, fui por primera vez a la escuela. Puedo aún revivir, sin que el tiempo lo haya mellado en absoluto, el cosquilleo curioso que experimenté entonces al sentirme rodeada de otros niños, con mi uniforme almidonado, y bajo la nueva custodia de una maestra inolvidable.
La cara juvenil de mi madre —envejecida ya por el implacable— en aquel primer matutino que estrenó mi comparecencia oficial en algún sitio; la inmensidad del patio que se me antojaba una enorme plaza, y la modesta tribuna de madera desde donde la veterana directora Panchita, toda dulce y elegante, nos dio la bienvenida, serán imágenes que siempre guardará mi memoria.
Fue ella misma, la directora, quien nos habló esa mañana del Himno de la escuela, compuesto por ella, pero desde la posición del pequeño que iría a aprender de los libros, de la vida y los maestros.
Para ponerle música ella tocaría cada mañana el piano, colocado en la más cercana de las aulas que daban al patio, para que la melodía llegara a todos.
Lo escuchamos aquella mañana por vez primera en la voz de los niños que ya estaban en otro grado, pero a los pocos días ya lo sabíamos de memoria. Entrar a las aulas cantando aquella enérgica canción fue durante años enteros un ritual que los maestros hicieron cumplir al pie de la letra: Un nuevo día / feliz comienza / en el estudio / y en el deber (…).
Mi escuela fue la casa grande donde sentí como un bálsamo la extensión del amor que recibí en mi hogar. Fue allí donde vi hecho realidad que todos los niños éramos iguales, que la merienda se repartía en la misma medida para todos, que el aula era el recinto donde la luz de la enseñanza se repartía en idénticas proporciones.
Fue el lugar donde esos primeros humildísimos libros de los que habló Martí pusieron en mí pies, brazos y alas que después formaron cimientos, tocaron esencias y sembraron sueños.
Allí mi maestra con solo una pizarra, un borrador, tizas y una gran voluntad, nos hizo creer que el mundo nos pertenecía. Allí la vi un día regañarnos bajito para que hiciéramos silencio porque en los minutos finales de la sesión de la mañana, mientras esperábamos religiosamente el timbre para salir del aula, un niño se había quedado dormido sobre el pupitre.
Una amiga sabia suele decir que nada hay más triste que un primero de septiembre en la casa. Creo que tiene razón. Desde días antes la familia completa se involucra en ajetreos que giran en torno a ese momento único de llegar por primera vez, o después de las vacaciones, a la escuela. Tras la odisea de comprar los uniformes muchas abuelas bajan dobladillos, sueltan pinzas y adaptan camisitas y blusas para que los niños vayan bien lindos a sus clases.
Llegado el día, no se habla de otra cosa ni en la casa ni en los centros laborales. Hoy muchas madres llegarán a media mañana al trabajo, con la anécdota en los labios, porque acompañar a sus hijos en estas horas, incluso las que los tienen cursando el Preuniversitario, es ineludible. La tarde estará protagonizada por tijeras, forros, papeles, presilladoras y plumones que dejarán como nuevos los libros de texto y las libretas.
Esta mañana vuelvo al patio que me pareció hace años una gran plaza. La emoción de entonces, repetida después cuando llevé a mis hijos, permanece intacta. Hoy voy para ver a Rocío entrar por primera vez allí, de la mano de su abuela, porque su madre ya no la podrá acompañar.
Ojalá que sus maestros puedan poner en sus manos y en las de sus amiguitos el pan de la enseñanza sazonado con esa ternura que en ese mismo sitio recibí un día, repartido por autores de una obra de infinito amor.